Michele es un chico de diecisiete años, agresivo y rebelde, según el padre y la madre, presentes en la primera entrevista.
Un chico con buena capacidad cognitiva e intelectual, confirmado por los resultados escolares, pero negaba cualquier tipo de mando y responsabilidad. El quid de los continuos encuentros entre los padres e Michele se producía por las noches, ya que se saltaba el horario impuesto en varias horas.
Las soluciones intentadas habituales de los padres consistía en esperar despiertos al chico hasta que entrase en casa e intentar persuadirlo de su comportamiento con largos sermones. El muchacho, cada noche se declaraba convencido, pero después al día siguiente se comportaba como siempre.
Sobre la base de esta información relativa a los soluciones intentadas de los padres, se preparó la intervención. Se dice a los padres que entren en la habitación del hijo y que le declaren que han estado con un terapeuta y que este había dicho que en el futuro inmediato Michele recibiría una sorpresa muy grande por parte de sus padres. En otros términos que los padres harían algo que él para nada se esperaba. Después se aconsejó a los padres que suspendieran todas las explicaciones de tipo persuasorio, y también se les aconsejó observar sin intervenir durante una semana el comportamiento del hijo. Con tal movimiento de una parte se estaba preparando el campo a un cambio de las modalidades de intervención de los padres, de la otra parte se quería crear la expectativa del cambio e insertar dentro de un circuito con un equilibrio disfuncional una variable de sorpresa para observar las reacciones de Michele. Reacciones que no se hicieron esperar. Cerca de la mitad de semana, quizás tres días después del primer encuentro, recibimos en la consulta una llamada del hijo el cual en modo arrogante e provocativo demandaba saber cual podría ser la sorpresa que debía esperar. En modo seco y directo, le dijimos que debía tener paciencia y esperar.
En la cita siguiente los padres, cuando preguntamos como había ido la semana, refirieron haber notada en el chico un cierto nerviosismo desde que hicieron aquella declaración. Por otra parte, a pesar de que mantiene sus entradas fuera del horario establecido por los padres, contrariamente a otros momentos, se sentían más relajados y reposados teniendo en consideración el hecho de que habían dormido en vez de esperar al hijo en pié.
Luego se pasó a la prescripción directa: los padres debían declarar al hijo que querían que llegase a casa en el horario establecido, pero el hijo podía respetar o no tal horario. Ellos tendrían que comportase en consecuencia. Si el muchacho llega en hora, ellos no le darían ninguna sorpresa, si ocurría lo contrario, serían libres de sorprenderlo. Con curiosidad los padres quisieron saber que cosa debían hacer si el hijo no respetaba lo establecido; se contesta que superado el horario establecido y comprobado que el hijo no había entrado en casa, los padres debían escribir en un folio textualmente: “Quédate fuera a mirar la luna”. Debían poner el folio en la puerta de entrada, asegurarse de cerrar con llave la puerta, y de que todas la ventanas y otras entradas estaban bien cerradas. Después debían irse a la cama y ponerse tapones en los oídos para conciliar el sueño. A la mañana siguiente no debían hablar de lo sucedido. Frente a las demandas del hijo para hablar de lo sucedido y de querer entender lo sucedido, ellos debían decir que estaban es su derecho de de reservarse sorpresas. Se recomendó a los padres seguir con la estrategia hasta la siguiente cita, que sería un mes después.
En la siguiente cita los padres dijeron que en una ocasión habían dejado a su hijo fuera mirando la luna y que después de ese día sin ninguna demanda por parte de ellos, el hijo había pedido negociar el horario de entrada de manera que no hubiesen sorpresas ni para él ni para ellos. Además, dirigiéndose a la madre en tono muy educado y cortés, que sorprendió a ambos padres, les pide que le den sus excusas al terapeuta por haberse comportado por teléfono de manera tan poco educada.
Tras sesiones de seguimiento a los seis meses y al año se comprobó que el cambio continuaba en la dirección adecuada.
La experiencia emocional correctiva que el chico había experimentado era la del límite, es decir tocar con la mano hasta que punto se podía empujar, y se produjo un cambio de la percepción de sus padres que lo había llevado a verlos desde otra perspectiva, como aquellos que pueden reservar sorpresas desagradables, y no más como aquellos a los que se les puede hacer cualquier cosas porque responden de manera débil y poco decidida.
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