Hay muchos factores en nuestra vida que dependen de nosotros. Según hagamos o dejemos de hacer, conseguiremos unas metas u otras.
El control, intentar que las cosas sucedan como nuestra mente dice que tiene que ser, nos ayuda a tener estabilidad. Tener controlada nuestra economía, nuestros planes, el horario, nos da la sensación de estabilidad y nos ayuda a progresar, a seguir adelante.
Hoy en día tenemos la sensación de que lo podemos controlar casi todo. A veces nos gustaría que hasta los demás se comporten como nosotros creemos que es correcto. La tecnología también ha ayudado a aumentar esa sensación. Tenemos al alcance de la mano, con un móvil, toda la información, podemos saber el tiempo, si hay tráfico o no hay tráfico, la improvisación, el dejarse llevar, está “mal visto”.
El exceso de control anula nuestras sensaciones, el placer, puede llevarnos a perder el control.
Lo rígido cuando algo no cuadra, se rompe.
En el otro extremos tenemos la ausencia de todo control. Personas que no se organizan, que no saben, no han aprendido a planificar una ruta y a mantenerla. Es probable que estas personas no lleguen a conseguir sus objetivos, ya que no son capaces de mantenerse, de insistir, a pesar de las adversidades.
Los extremos, por un lado el exceso de control y por el otro la ausencia total de control, son los que nos complican la vida, los que nos pueden llevar al desequilibrio.
Esto no quiere decir que en ocasiones ante situaciones determinadas no podamos llevar el control al máximo. Nos viene bien en un examen, en unas oposiciones, en un momento de alta demanda de trabajo. También podemos dejarnos llevar deliberadamente por el descontrol, dejar que las cosas sucedan en determinados contextos. Esto puede hacer que disfrutemos, que nos divirtamos…
Permitirnos los extremos en momentos puntuales nos puede ayudar a mantener el equilibrio.
El equilibrio es aprender a oscilar en el medio, controlar, sin llevarlo al extremo, dejarnos llevar, sin llevarlo al extremo.
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