Escribir sobre la felicidad es una gran responsabilidad. Estoy seguro de que no diré nada que no se haya dicho ya. Todas la persiguen, pero parece que solo unos pocos tienen las recetas verdaderas para alcanzarla.

De esos pocos que las tienen algunos las ofrecen gratuitamente y otros publican libros que los cazadores de felicidad buscan, persiguen, leen y devoran insaciablemente. 

Parece que el ser feliz es un trabajo continuo, una lucha. Aquellos que no lo son es porque no se lo ha currado lo suficiente. Y los que dicen que sí la han encontrado, son vistos como verdaderos ejemplos a seguir, como auténticos gurús.

Vivimos en una sociedad donde se premia la belleza, donde la imagen, no cualquier imagen, sino aquella que cumple con los cánones de turno es sublimada. Lo que no entra dentro de esos cánones es visto cómo defectuoso, cómo anómalo y por lo tanto no debe ser feliz. 

El ser feliz se ha convertido en un cóctel que debe ser perfecto. Todos los ingredientes tienen que estar milimétricamente añadidos  para dar de esta manera con el sabor del elixir  perfecto. Pero no basta con esto, además debemos hacer ver a los otros que somos felices, ya que si no es así, nuestra felicidad no tiene mérito.

El sufrimiento ha quedado desterrado de nuestras vidas. No queremos verlo cerca y mucho menos sentirlo. Si vemos a alguien que lo expresa con naturalidad nos parece algo raro, no encaja dentro de la foto que estamos acostumbrado a ver. Buscamos incansablemente la manera de esquivarlo y cuando, por un despiste, nos sorprende, intentamos sacudirlo, despegarlo lo antes posible. 

La medicina se ha convertido en la promesa de que todo se puede solucionar y,  si no es así, al menos se puede anestesiar. Sí estamos pasando por un mal momento como, por ejemplo, la pérdida de un ser querido, bien sea porque se ha acabado una relación o bien porque ha fallecido, insistimos en no pensar en ello, en no sentirlo, en no vivirlo. Vamos al médico para que nos recete unas pastillas que nos ayude a pasar el mal trance. 

Yo me pregunto si no es natural sentir dolor, rabia, impotencia ante la pérdida de un ser querido. De verdad queremos perder a alguien a quien hemos amado y no sentir nada. Yo admito que prefiero sentir, sufrir. 

Parece que para estar felices en todo momento debemos construirnos una buena armadura para que nada pueda dañarnos. Una armadura que nos proporcione una anestesia emocional y a la vez una sonrisa de Instagram. 

Ser feliz, tener una vida plena se ha convertido en un verdadero trabajo, en una lucha, un sacrificio. La búsqueda de la felicidad proporciona angustia. 

Estamos empachados de pensamientos positivos, de frases que nos llaman a la motivación, al éxito, a ser felices. Navegamos en las redes para dar con la solución a nuestro problema o simplemente para mejorarnos, para cambiar algo simplemente por el hecho de que aún estando bien puede estar mejor.

¿Y si tuviéramos que aceptar que hay momentos de nuestra vida en los que vamos a estar francamente mal, situaciones que no podemos mejororar ni escapar de ellas y que simplemente debemos aceptar?

Quizás debemos plantearnos terminar con la lucha constante para estar bien, para estar felices. Dejar de luchar con nosotros mismos, con los otros o con el mundo. Y es que cuando entramos en la dinámica de mejorar nuestro foco no solo se dirige hacia nosotros sino también a las personas que nos rodean. Insistimos en que cambien para que se acoplen a lo que nosotros creemos que es lo adecuado, aún cuando esta insistencia aporte más sufrimiento, del que, paradójicamente, estamos continuamente huyendo.