Es un trastorno que se caracteriza por un impulso irresistible, por una necesidad irrefrenable y por una tensión creciente que únicamente se pueden aliviar comprando.
Los compradores compulsivos describen el shopping al inicio de su andadura en este problema como algo divertido, excitante y deseable. Sólo con el paso del tiempo comienzan a experimentar embarazo, vergüenza o sentido de culpa.
Es el placer que proporciona la compra en su inicio, y no tanto la necesidad de eliminar un sensación desagradable es lo que lleva a la persona a no poder prescindir. Cualquier emoción previa puede desembocar en una compra. El sentirse muy bien, eufórico/a o el sentirse muy triste puede llevar a cumplir con el ritual de búsqueda del placer en la compra. Esto lleva gradualmente a la persona a no poder prescindir de su ritual. Si eso es verdad en la compras compulsivas sin que medie internet, aún lo será más en el caso en que la Red facilite y amplifique las posibilidades de disfrutar de la acción de comprar.
Todo lo que hace falta es una tarjeta de crédito válida y el comprador podría catapultarse a cualquier centro comercial del mundo, curiosear entre las ofertas sin ser visto por nadie y sin tener, por tanto, que avergonzarse, como a veces sucede a quien realiza esta clase de ritual en la realidad de todos los días, por haber sido visto, por enésima vez, en la misma tienda en la que un/a dependiente/a observa el ritual.
La selección de los productos es única en el mundo, porque es justamente tras los escaparates del mundo que llega la oferta. El cansancio es mínimo, basta con familiarizase un poco con el instrumento.
El entusiasmo y la excitación pueden alcanzar los niveles máximos y el placer conseguido se amplifica gracias a Internet que, una vez más, representa perfectamente el rol de deshinibición.
Los paquetes serían entregados a domicilio y no importa los inútiles que sean los objetos adquiridos: el placer consiste en todo lo que precede a este momento.
Este tipo de mecanismo lo tiene tanto el que descubre por primera vez el placer de la compra gracias a la facilidad de acceso a los servicios que proporciona internet , como el que, ya atrapado a diario dentro de esta “perversión”, descubre en internet un nuevo y más agradable medio para disfrutar de las compras.
Lo que empuja, en este punto, a admitir el problema por parte del que sufre no es tanto el tiempo empleado on-line o la importancia y cantidad de las cosas que se dejen de hacer, sino la imposibilidad de mantenerlo económicamente.
Agotada la cuenta corriente, e incluso después de haber recurrido también a préstamos aquí y allá, aparecen malestar y vergüenza, y a veces también un profundo sentimiento de culpa en relación con los familiares.
En efecto, la familia intenta habitualmente una primera intervención, que consta, en un principio, de continuas peticiones para que lo deje, colocando a la persona frente a las consecuencias negativas que ella misma ha creado y que han tenido repercusiones en todo el sistema familiar. Esto, seguramente, puede servir para aumentar el sentimiento de culpa… pero no para resolver el problema en cuestión.
Frente a la perseverancia de la persona, la familia puede pasar a métodos más expeditivos como tener bajo control los movimientos bancarios del comprador, requisarle las tarjetas de crédito, evitar darle dinero, hasta llegar, a veces, a quitar del medio el instrumento “tentador”, el ordenador. El conflicto y la pelea, llegados a este punto, no se pueden gestionar: a cada intento de la familia de cortar la situación, corresponde otro de la persona por encontrar una escapatoria.
La intervención debe estar enfocada a desactivar le excitación, el placer que produce el hecho de comprar. A demás se debe construir un mundo real, en el que la persona poco a poco vaya abandonando el “mundo virtual” para relacionarse con los otros de manera más equilibrada. El tratamiento debe ser individualizado con estrategias propuesta a cada “comprador”.
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