Los profesores de un niño de cuarto de primaria, al finalizar el primer cuatrimestre, acuden al director de la escuela y le explican que el alumno, aunque ha demostrado en muchas ocasiones que es creativo, perspicaz y dotado de lo necesario para triunfar en los estudios, no tiene el rendimiento deseado. En los años anteriores no había creado problemas: hacía los deberes en casa con regularidad, en clase estaba siempre atento e intervenía de modo oportuno, respondiendo adecuadamente a las preguntas que se le planteaban. Los profesores preocupados por el cambio de tendencia manifestado por el niño desde el comienzo del año escolar, a los pocos meses convocaron una reunión con los padres y les pidieron que hicieran un seguimiento más atento de su hijo. La madre admite que, en efecto, este año el niño se ha mostrado apático y con poca motivación por los estudios. Pasadas las primeras semanas de clase, en que tenían pocos deberes en casa y el niño podía permitirse jugar con los amigos casi toda la tarde, cuando el ritmo aumentó, empezó a decir que estaba demasiado cansado para estudiar. Al principio la madre insistía, tratando de motivarlo de varias maneras; luego, al ver que las excusas eran cada vez más insistentes y creyendo que se trataba de algo pasajero, empezó a ayudarle en las asignaturas más complicadas, como historia o geografía, preparándole esquemas, más fáciles de aprender que el libro. En contra de lo que creía, la motivación del niño, en vez de aumentar parecía disminuir, y cada vez era más difícil lograr que el chico se apartara de la televisión para hacer los deberes: cada tarde era una lucha. El primer encuentro en el colegio se termina acordando que la madre está aún más pendiente de su hijo -sintiéndose así más culpable por la ineficacia de los esfuerzos anteriores- y, si fuese necesario, se programara un segunda reunión al final del primer cuatrimestre. Como la situación no parece mejorar, se cita a la madre y explica que tras el primer encuentro con los profesores se sintió tan culpable creyendo que no ayudaba los suficiente a su hijo que intentó poner en practica todas la estrategias que se le ocurrían para motivarlo nuevamente. Empezó a pensar que si la tenía a su lado tal vez las cosas cambiarían; por consiguiente, todas las tardes se sentaba en el escritorio junto a su hijo y hacían los deberes juntos. Al principio esta novedad pareció despertar en el niño las ganas de estudiar, pero al poco tiempo esta estrategia dejó de ser eficaz y la madre, cansada de tanto capricho, llegó al punto de dictarle páginas enteras o de hacerle los ejercicios de matemáticas y le hacía resúmenes que el hijo repetía para que así no tuviese que esforzarse en leer. En resumen, cada día era un verdadero delirio, con el único resultado de que la madre se sentía cada vez más culpable e incapaz, puesto que el niño parecía empeorar.
En casos de este tipo, tratándose de niños preadolescentes, por lo general basta intervenir bloqueando las soluciones intentadas disfuncionales para que el problema se resuelva en poco tiempo.
El problem solving deberá hacer que los padres dejen de ayudar al hijo, tratando de superar sus resistencias debidas al temor de que la situación empeore. De este modo la marcha escolar dependerá en exclusiva del chico, evitando que la escuela y la familia se echen mutuamente las culpas.
A los numerosos profesores y directores, así como a los muchos padres que a lo largo de estos años se han dirigido al Centro de Terapia Estratégica de Arezzo por problemas de este tipo, se les ha sugerido la misma estrategia, que en todos los casos ha conducido a dar un vuelvo de la situación. Además, en contra de lo que pueda pensarse, la mayoría de la veces el momento más complicado es el enfrentamiento con el padre, cuando se le pide que deje de intervenir; en cambio, una vez que este aplica el llamado “desarme unilateral”, la situación se resuelve en pocos meses, o incluso en pocas semanas.
Extraído de: Curar la escuela. Elisa Balbi, Alessandro Artini. Ed. Herder
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